Algunos sueños tienen nombre propio, otros son un lugar del mundo, pero
cuando ambos factores se unen poco puedes hacer más que respirar y disfrutar de
cada segundo, de esa oportunidad única que difícilmente podrá repetirse.
Pongamos que hablo de la persona más especial del universo. Sí, no exagero.
ÉSA persona y no ninguna otra. Y pongamos que hablo, como no, de Madrid. ¿Lo
entiendes ahora?
Nuestro viaje comenzó un veintiséis de febrero, con el sol empezando a
calentar y un aire fresquito colándose entre las ilusiones y sonrisas, en la
bonita y mítica estación de Jerez. Subimos al tren como el que sube al viaje de
su vida, al destino de sus sueños y es que, ¿Quién no sueña con Madrid?
Si viajas con él te pueden pasar cosas como que te toque el asiento que no
tiene ventanilla (ida y vuelta, ley de Murphy siempre presente) o que vayas al
servicio, te llenes las manos de jabón para comprobar más tarde que no hay
agua. Por algo somos nosotros.
Cada hora que pasaba era un puñado de kilómetros más cerca de nuestro
destino... y a la hora indicada, con algunos minutillos que se colaron para
hacernos sufrir, Atocha tan deslumbrante y transitada, nos daba la bienvenida
bajo un cielo gris del que caían minúsculas gotas de emoción al vernos allí de
nuevo.
Madrid. La bella Madrid, La eterna Madrid. Y comenzó nuestro caminar bajo
paraguas comprados en un chino al cruzar la calle para evitar que aquellas
gotas emocionadas nos calaran hasta los huesos. ¿Mapa? ¿Calles? Lo teníamos
TODO al alcance de nuestros pies. Las castizas calles se abrían ante nuestros
ojos como una estampa inolvidable (si alguien no ha visto Madrid bajo la
lluvia, no sabe lo que es la belleza), y como si una mano nos hubiese guiado,
primera parada casual (¿o no casual?): El Medinaceli se cruzaba en nuestro
callejero improvisado para ser el primero en ver nuestras caras de emoción y
hacernos saber que contábamos con su protección en esos días de aventura.
Cuanta fe entre aquellas paredes... Imponente figura se alzaba ante nuestros
ojos como Señor Soberano del pueblo madrileño. Su pie gastado, la madera pura
ante los ojos de todos lo que por allí pasan y Él siempre protector, siempre
alerta. En la Calle de Jesús tendremos siempre una cita pendiente.
Seguimos nuestro camino improvisado para llegar a la Plaza del Ángel.
Calles con literatura en sus adoquines, cultura en cada rincón... y nosotros en
nuestra particular burbuja de ensueño. Ale-hop, pero ¿esto qué es? ¡Qué tienda
tan bonita! Cuántos detalles, colores, antojos... y ese sombrero negro que me
hizo ser más yo. Sí, me lo regaló él. No podía ser de otra manera.
Es que no sabéis lo bonita que se veía Madrid de su mano. No os podéis
imaginar lo que es caminar junto a él, verlo sonreír , ilusionado, feliz...
Compartir sueños en aquellas calles que tanto nos gustarían que fueran
nuestras. Madrid es preciosa, sí, pero si la compartes con la persona indicada
será indescriptible.
Nuestros pasos, casi más sabedores del terreno que pisaban que nosotros
mismos, nos hicieron llegar a Sol. Oh... Sol. ¡Cuántas palabras serían
necesarias para explicar qué se siente en Sol y sin embargo qué pocas pueden
describirlo! Sol es esa primera imagen que se te viene a la cabeza al recordar
Madrid estés donde estés. Esa plaza que sabe de las vidas de tantas y tantas
personas que la transitan cada día. Esa plaza que bajo aquel cielo gris y sus
baldosas mojadas podía ser un bonito lugar para quedarse a vivir para siempre.
Una parada en Callao para llenar el depósito. Un Pans&Company es perfecto
si tienes las vistas perfectas. Y nosotros las teníamos. Callao. Gran Vía.
Gente que viene y va. Tráfico. Vida. Sillones cómodos y una panorámica que
envidiaría cualquier fotógrafo enamorado de la ciudad. ¿A dónde iría cada
persona que paseaba de aquí para allá? ¿Y esos coches? ¿Qué calles transitarían
que nunca alcanzarían a ver nuestros ojos? ¿Cómo podía ser todo tan…
bello?
Con las pilas repuestas y las ansias desbordando nuestros poros nos hicimos
un hueco en Gran Vía. Nos unimos a su prisa, a su gente, a los murmullos que el
viento que luchaba por robarme mi sombrero nos traía sin cesar. Y sus zapatos
mojados, mis manos congeladas, su risa, siempre su risa… Su lucha con mi
paraguas asesino y ese afán por complacerme a cada segundo. Recorrimos Gran Vía
de arriba abajo hasta llegar al Museo del Prado, donde una vez más, nuestro
gozo volvió al pozo, pero ¿Y qué? Madrid bajo la lluvia es una obra de arte que
no puedes contemplar todos los días.
Volver los pasos atrás, bebernos las calles… Y esa parada obligatoria:
Primark y sus cinco plantas. Vacilar de ello con las fotos de rigor y querer
llevártelo todo porque estás en Madrid. Algunos nos llamarán catetos, otros no
nos entenderán; yo lo llamo “nosotros”, en nuestra pura esencia. Y para seguir
el patrón establecido debes posturear donde estés… ¿Una de Starbucks? ¿Y en plena
Gran Vía? Por favor, YA. Sentados frente a frente con la mirada ilusionada y
las manos calentitas alrededor de un vaso de cartón. ¿Qué más da cómo se
llamaba lo que pedimos? A mí me sobraba el mundo. Hay momentos en los que
parece que el reloj se detiene para permitirte respirar y yo juraría que en aquel
momento lo hizo. Se paró para que pudiera mirarle, sonreírle y asimilar todo lo
que en tan pocas horas estaba viviendo.
Y anochecía en Madrid. Las luces se encendieron, las aceras iluminadas, los
coches con su prisa daban luz a las vidas que por allí pasábamos. Visitas a
Iglesias, descubrimientos, nariz fría y manos que se buscan para compartir su
alegría. Un garito de tapas y pintxos, cervezas y sangría; rumbo a la esperada
parada nocturna: La llamada, el Musical.
El día no podía terminar sin dejar de ser perfecto y el musical lo
consiguió. Segunda fila, actores de calidad extrema a un palmo de distancia y risas,
muchas risas. Y su risa, claro. Su cara que expresaba el grado máximo de
disfrute y felicidad que estaba viviendo. La gloria, tocar la gloria con tus
manos en un teatro antiguo llamado Lara. Tres horas que pasaron en un segundo y
medio. Irte de aquel lugar con la satisfacción de haber VIVIDO, de haber
sentido cada minuto corriendo por tus venas. Luego un poco de postureo fan y
esperar en la puerta a los actores (en este caso actrices, o digamos actriz. Es
lo que tiene que a tu novio le guste una de ellas). Saludeo, besuqueo, foto…
Sólo faltaba que cayeran billetes del cielo para hacer todo más increíble.
Al día no le quedaban más horas por exprimir y era momento de ir al hotel.
¿Qué digo hotel? Con él una habitación cualquiera se convierte en una suite de
treinta estrellas. Con él, cualquier lugar es estar en casa. Y aquella noche,
después de caminar y caminar a su lado, reír hasta doler las costillas y admirar
sus ojos chispeantes, cerré los ojos junto a su calor protector y sentí que
estaba en casa. En la mejor casa.
Continuará.